Normalmente en el tren, escucho música alegre para despertar. Pero las monótonas noticias del boletín horario me animaron a cambiar de emisora. De repente, el buscador automático se paró en el 85. Extraño, ya que mi radio empezaba en el 87.5. Mis cascos transmitían el silencio que contiene una caja llena de secretos. El leve zumbido que oía al principio, se transformó en susurros de palabras inconexas, de frases sin terminar, y de músicas infinitas. Mantuve el aliento, absorbiendo cada uno de los sonidos que se agolpaban en mi cabeza. Miré a mi alrededor, y entendí que cada uno de los viajeros que me acompañaba, era el emisor de los sonidos que me llegaban: La señora mayor canturreaba “angelitos negros” de Machín; El señor de corbata, cavilaba la mejor manera de abordar un aumento de sueldo a su jefe; La chica hippie de la mochila repasaba la noche anterior que había pasado con su novio. Me fijé en un hilo en concreto lejano y con interferencias. Era una sucesión de palabras y silencios, abstractos e incoherentes, propiciados por la ira o la tristeza o la melancolía. O quizá todo a la vez. Qué sé yo. Intenté averiguar quien emitía esa introversión. Caminé por el tren, perdiendo y recibiendo nuevas señales, y buscando la mejor recepción de ese pensamiento. Hasta que al fin lo capté. Joven, ojos ausentes y vacíos. Llevaba los cascos de un mp3 apagado. Él, sus pensamientos y yo. Me senté a su lado a escuchar y sentir su atrayente discurso. De repente, nos metimos en un túnel y perdí la señal. Moví el dial de la radio adelante, atrás… pero nada. Al salir del túnel volví a buscar la emisora con la esperanza de encontrar la mágica miscelánea de sonidos. Anhelando recuperar su hechizante hilo. Pero sólo encontré zumbidos y silencios. Había perdido para siempre la frecuencia de su pensamiento.